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Felipe Fan, mi abuelo por vía materna, fue un inmigrante cantonés que decidió salir de su patria a principios del Siglo XX, cuando era apenas un adolescente. Hijo legítimo de la orfandad y la intemperie, marcado por una travesía durísima —cuando arribó al puerto del Callao, estuvo obligado hasta a lavar la ropa de quien lo tomó por sirviente—, supo forjarse una vida digna por medio de lo que más conocen y valoran los chinos: el trabajo indesmayable.

Luego de trabajar un tiempo en condición de sirviente silencioso —y con un sueldo de explotación—, decidió realizar un humilde pero efectivo emprendimiento: compró un par de baldes en los que juntaba las vísceras de las reses sacrificadas en un camal del Callao, despojos que obtenía sin costo alguno. Recorría los barrios más pobres del puerto —siempre hubo y siempre habrá pobres en este mundo—, y ahí lograba vender las vísceras. Este negocio le permitía no solo mantenerse, sino ahorrar unas monedas, con el rigor propio de quien sueña con un futuro distinto.

Cuando ya contaba con una cifra alentadora en ahorros, entonces decidió marcharse al norte del Perú, a Piura, ciudad en la que abrió un negocio de abarrotes, aunque también estaba surtido de cosas inimaginables en otras tiendas: carbón, pastillas de mentol cocaína y bórax, alumbre, entre otras, motivo por el que los lugareños solían indicar, cuando alguien no encontraba alguna cosa en otras tiendas: Donde el «Chino» Fan puedes encontrar.

En Piura conoció a Jesús Mezones Córdova, natural de Chalaco, con quien se casaría. Tuvieron diez hijos; entre ellos, Lila Rosa, mi madre.   

Mi aprecio por la cultura china está cultivado a partir de la valoración de sus filósofos, cuya sabiduría me ha servido de la mejor manera. Y por supuesto que me fascina su historia de resiliencia, la misma que comparto con mis hijos, precisando que ella me ha marcado y me ha sido acicate para sortear los avatares que la vida me ha presentado.